Tengo la impresión de que Víctor Hugo Fernández siempre anda detrás de un poema definitivo, total, uno que redima su exacerbada búsqueda de significado de lo que ha vivido y sigue viviendo. ¿Pero qué poeta en sí no busca algún tipo de redención? Para Víctor la poesía es una interlocutora necesaria, alter ego, pitonisa, la única verdadera amante (las otras amantes no son más que citas a ciegas o búsquedas renovadas), la instigadora de sentido, la que responde todo o debiera responder todo. En este sentido, la palabra representa para Fernández el ser mismo.
Cantar es ser. Creo que no existe poeta en Costa Rica para quien la esencia de la poesía no sea su misma respiración, su vital aliento. Incluso sus temas recurrentes sobre el acto mismo de escribir parecen explicar que el oficio no es solo una disposición circunstancial, una disposición que está más relacionada con un ejercicio secundario o postergable, sino la medicina misma, el paliativo de lo que se soporta. Para Víctor la poesía no es postergable. Condiciona su realidad. Probablemente delinea su entorno para hacerlo digno de ser vivido.
En su última antología, “Clarividencia”, una reunión de varios poemas, que también traduce Michel Pharand al inglés, es una clara muestra de excelencia poética. Muchos de estos poemas son confesiones extraordinarias. Muestran la diferencia entre la presencia de estilo y la divagación ocurrente. Se ha llegado a la palabra fundamental. Por ejemplo, en el poema “Cambio de piel”, la madurez ya utiliza una mesurada sencillez para decir casi todo: “Me ha tomado algún tiempo construir un hogar, / cargar las paredes de recuerdos, / distribuir la música y los pequeños objetos / entre las diferentes habitaciones”.
También, el poeta se permite la expresión franca de todo náufrago, que es todo ser humano, esas admisiones que solo un poeta se atreve a hacer, en “Identidades”: “Te dicen eres el mismo, / que no has cambiado nada / pero descubres arrugas en la carne / duelen las sangrantes heridas, / un vértigo incontrolable nos invade / cuando miramos hacia atrás, / solo se asoman sombras / que no dejan huellas”.
“Clarividencia” no admite contar engaños al lector, a ese que espera a veces valoraciones positivas sociales o de auge personal. Víctor sabe que sin esta no se puede plasmar una micra de auténtica poesía, pues “aunque la poesía no conduce a nada, / te lleva a todas partes”.
El poeta nos lleva a la sospechosa calma de las cosas simples, a la influencia siempre mágica de una luna llena, que puede aparecer vacía para quien no puede llenarla, a la identidad que se sospecha es una construcción ilusoria en el poema “Nombres” (conturbador, por cierto, como si lo hubiera escrito Buda), lo que se encuentra al otro lado de la ventana, sin ser encontrado nunca: “Al otro lado de la ventana / no encuentras lo que buscas / pero no logras darte cuenta / y te sigues asomando a cualquier hora”.
Víctor compara la muerte con la brisa que dejará de acariciarnos, con besos sin horizonte, con labios silenciosos. El amor y la muerte coinciden en la indiferencia, un GPS puede haber hallado un fantasma, el placer carnal es una balsa momentánea, la belleza también deprime y la ignorancia tal vez aún más. Aún más la falta de humanidad. Con “Comensales”, poema absoluto, de gran valor literario, Víctor presenta el recuerdo escalofriante de una cena y donde el clarividente sabía lo que ocultaba el protocolo, tal vez la mendacidad, peor que el innato canibalismo.
“Clarividencia” es una antología que nos remite a una poesía que acierta en el recuento de los hechos relevantes. Parece abofetear toda pose o necesidad de atención narcisista que circula en ciertos ámbitos. Una muestra de franqueza, reflexión poética y dignidad nos aporta este poeta clarividente.