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Ni Cayasso se acuerda…

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Era el otoño de 1990, en el verano que ya quedaba atrás de ese mismo año, Costa Rica se había catapultado -futbolísticamente hablando- en Italia ´90.

Era el otoño de 1990, en el verano que ya quedaba atrás de ese mismo año, Costa Rica se había catapultado -futbolísticamente hablando- en Italia ´90. Bajo la dirección de Bora Milutinovic aquel equipo de los panaderos y mecánicos, como los llamaron después los equipos grandes que terminaron rendidos a sus pies, hicieron historia y convirtieron al país en un centro de atención planetaria y nada celebramos los seres vivos en estos tiempos -en especial los de zonas olvidadas como Centroamérica- que el reconocimiento planetario. En ese equipo jugaba Juan Cayasso, el del golazo a Escocia, quien luego de finalizado el mundial fue contratado por el equipo alemán Sttutgarter Kickers.

Nos acercábamos al final de Octubre de aquel año, ya bien entrado el otoño europeo, aún quedaban ecos de aquellos momentos gloriosos recién concluidos en Italia. Me encontraba en Manheim, Alemania haciendo una pasantía, cuando fui contactado por Ricardo Quirós, quien fuera conocido como Peligro, editor entonces de la sección deportiva del diario La Nación, quien me pidió contactar a Cayasso en Sttutgart y coordinar una posible visita-entrevista que se publicaría en la edición deportiva de los lunes en La Nación. La idea era explotar su vida como legionario, pues él en gran medida abre la puerta de lo que ahora parece cosa normal entre futbolistas locales, eso de dar el salto e irse a jugar a Europa. Conocer cómo se acondicionaba, junto a su familia, a una sociedad teutona, con un idioma, gustos culinarios y hasta posiciones religiosas y políticas muy distintas a las que estaban acostumbrados en este pedazo de nada, escondido en Centroamérica.

El episodio y su desenlace quedaron impresos en una edición de La Nación de aquel entonces, donde además del texto publicaron como fotografía de portada de aquel día en el diario una foto mía que le hice al negro Cayasso, reclinado cómodamente sobre la tapa de su baby Benz -parte de los beneficios que le daba su contrato incluía el vehículo- con el fondo hermoso de un Sttutgart otoñal.

Cayasso y yo no nos conocíamos, pero nosotros ya lo admirábamos, era el negro que había hecho la hazaña. Nos contactamos y fue cauteloso, pero aceptó la propuesta. Viajé en tren un viernes desde Mannheim hasta Sttutgart, la ciudad de los relojes. Él me esperaba en la estación, no fue difícil reconocerle, entonces me le acerqué y poco a poco fuimos entrando en confianza. Pasamos el día juntos, paseamos y conversamos. En un momento de la tarde luego del almuerzo, me invitó a su apartamento para conocer al resto de la familia -su esposa e hijo-. Fue agradable, me comentaron las alegrías del nuevo mundo, pero también los problemas que enfrentaban con el racismo prevalente en la ciudad y en toda Alemania en aquel entonces, donde no era extraño encontrar pintas en las calles, colgando de múltiples paredes, que decían: Ausländer Raus -fuera extranjeros- en ese tono terminante y firme que caracteriza la lengua teutona. Eran épocas miserables para los turcos especialmente y todos los que se parecieran a ellos en aquellas ciudades de blancos cada vez más oscuras por un Otoño que anunciaba la llegada de días grises y fríos.

Nos fuimos emocionando en la conversación, recordando por supuesto detalles de aquella lejana tierra desde donde veníamos y a la cual planeaba enviar noticias suyas sobre la vida en el viejo mundo. Me comentaba entre otras cosas cómo se las arreglaba en el terreno de juego para entenderse con sus compañeros de equipo, entre alemán básico, Inglés por supuesto y esencialmente un lenguaje de señas que habían madurado entre ellos que les funcionaba admirablemente para sugerir desplazamientos en el campo o algún momento de especial atención cuando tenían alguna marca contraria encima. Con la esposa hablamos de cocina, de educación -ella era psicóloga, me acuerdo- de cómo se las arreglaba ella con menos bagaje lingüístico que su marido cuando él no estaba a su lado. El tiempo pasó y se hizo de noche, entonces me invitaron a pasar la noche con ellos, cenamos, seguimos conversando y dormí en la sala, bien acomodado en un sofá.

Llegó el sábado y Cayasso tenía juego a las 3 pm, eran locales aquel día y jugaban en la ciudad. Él debía salir temprano hacia la casa del club y prepararse, de manera que desayunamos y cerca de media mañana me fue a dejar a la estación del tren, no sin antes regalarme una entrada e invitarme a asistir al juego de aquel. Nos despedimos fraternalmente, antes lo había hecho de su familia también. Llegué a visitarlos como un extraño y me despedí como un amigo. Fue grato para ambos sentarnos a conversar y, al calor de los recuerdos de una patria que había quedado atrás, comentar sobre la vida y por supuesto lo que había significado para él la experiencia de Italia ´90.

Yo me quedé en la ciudad, la cual no conocía, la caminamos bastante. El ambiente estaba tibio, no del todo frío aún y el sol había salido aquel día otoñal. Los alemanes recorrían las calles, se sentaban afuera en las cafeterías, aquel idioma machacón se escuchaba en todas partes, yo me entretenía mirando gente, demasiados tipos y personalidades extravagantes en el vestido, tipos enormes con cabezas rapadas, enfundados en ropa de cuero, mujeres exquisitas con miradas indiferentes y uno de latino asombrado, guardando todo aquello en el ojo de la memoria. Al mediodía tomé cerveza y comí salchichas, luego me fui para el estadio. 

El juego terminó empatado a un gol, Cayasso entró al campo con el equipo estelar y en el segundo tiempo lo cambiaron. La experiencia del público en las tribunas fue muy interesante, pero yo, calladito más bonito. Nunca le grité nada a Cayasso desde mi silla, ni a favor ni en contra. No crean eso de ausländer raus lo tenía bien claro y en un estadio y con los ánimos caldeados, porque nada hay más cambiante que el escenario de un estadio, donde la gente puede pasar de la más completa alegría y euforia, hasta el enojo más completo y la furia descontrolada. Entonces vimos el juego y luego nos fuimos para la estación a tomar el tren de regreso a Manheim. De aquella visita hermosa que hoy me provoca compartir, quedó el artículo que publicara La nación y este tesorito que guardo: la entrada al estadio, de la cual estoy seguro ni Cayasso se acuerda…

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