Huyendo del urbanismo excesivo que había para ese entonces -hace poco más de 10 años- tomado por asalto la zona de Pavas ubicada en los alrededores de la embajada americana, compramos una casa en Condominio en San Pablo de Heredia. Nos cambiamos un domingo 9 de setiembre del 2001, justo dos días antes del ataque a las torres gemelas y lo que eso cambió la historia del planeta.
Para nosotros en nuestra familia la historia personal cambió también a partir de ese 9 de setiembre, pues además de adquirir una nueva vivienda, nos pasamos a vivir a una zona aún bucólica y silvestre, en un desarrollo condominal sin terminar. Una zona de Heredia imbuida de atmósfera campechana, semi-rural y agreste.
Desde la primera noche en el condominio todo fue diferente pues la tranquilidad experimentada tuvo un cambio de 180 grados: no más ruido de motores en lo inmediato, no más vehículos sospechosos paseándose en franca observación de las viviendas por parte de sus ocupantes, no más personas tocando a la puerta pidiendo una ayuda, algo que convertían en cíclico y cada una o dos semanas aparecían los mismos “pordioseros” solicitando una ayudita y si no se les daba, a la mañana siguiente alguna parte de la vivienda en el exterior aparecía con manchas o daños evidentes, incluido ácido sobre la carrocería de los vehículos.
El cambio en ese sentido fue radical e inmediato, con pocos vecinos y más bien diariamente observando empleados de la construcción, concluyendo el resto de las viviendas del proyecto. Nuestra vida pasó a adquirir un ritmo diferente.
Adquirimos además una vivienda en la parte de atrás del condominio, alejada del portón principal, colindando con hasta hace poco un enorme pedazo de terreno que durante diez años se mantuvo intocable, conservando todos sus árboles, maleza y habitantes silvestres que iban desde serpientes hasta una multiplicidad de aves inimaginable, desde búhos hasta pericos en sus migraciones de temporada. Nuestro patio trasero era una pequeña selva de perímetro controlado que albergaba de todo y nos hizo tremendamente felices -y también infelices- hasta hace poco.
El patio trasero tenía enormes árboles, desde frutales como mango y naranja hasta extrañas variedades para nosotros, con frutos desconocidos que sin embargo eran los preferidos de innumerables aves para alimentarse, pasar el día e incluso pernoctar.
Recuerdo que desde los primeros momentos de nuestra mudanza notamos todos en la casa el bellísimo sonido con que el amanecer nos despertaba cada mañana. Cantos de aves y, además, aves multicolores sobrevolando la vivienda, ardillas traviesas atravesando presurosas el alambre navaja que habíamos instalado sobre el muro que colindaba con ese patio espléndido. Todos nosotros maravillados de la forma en que las ardillas dominaban el alambre y lo pasaban de un lado a otro, ajenas a sus peligros inminentes.
A veces en algún momento del día escuchábamos al otro lado del muro trasero de nuestra vivienda–o tapia- el sonido de pasos o el murmullo de voces, clara indicación de que habitantes del pueblo andaban buscando leña seca o frutas de los árboles que en abundancia las producían, incluidas naranjas. El patio trasero era un sitio de encuentro de vecinos y aves, era una forma silvestre y espontánea de vivir en un espacio rico en recursos naturales.
Durante las noches, en el silencio de las madrugadas, lo que prevalecía y encantaba era el sonido de los diferentes follajes existentes en el patio trasero al balancearse al ritmo del viento, más influyentes para nuestro oído que el ulular de sirenas que se escuchaba de manera lejana; el patio trasero estaba activo a toda hora y de diferentes maneras hacía notoria su presencia en nuestras vidas.
Durante los veranos en algunas ocasiones la quema incontrolada de la maleza acercaba peligrosamente el fuego hacia nuestro muro, entonces nuestro patio trasero ardía y muchos reptiles se mudaban con prontitud a nuestro territorio, solamente se saltaban el muro ya caliente por el fuego cercano. Había que llamar a los bomberos de Santo Domingo de Heredia para que vinieran a asistirnos, pues nosotros con nuestras mangueras domésticas éramos incapaces de controlar el poder de ese fuego que se incrementaba con los fuertes vientos en la zona.
Ah vida, aquel paraíso que vibraba en nuestro patio trasero, durante los veranos y producto de las quemas, se tornaba en un peligroso infierno que amenazaba nuestras casas. Eso fue lo más cercano que tuvimos durante estos 10 años a un incendio forestal en la parte trasera de nuestra vivienda. Algo moderado sin duda, pero no sin alguna emoción y morbo, por el peligro que engendraba.
El patio trasero era una caja de sorpresas y contribuía a darle vida a nuestra propiedad y a sentirnos activos, a pesar de que nos separaba un muro. Del otro lado de ese muro había un universo activo que nos involucraba. Durante un tiempo tal era el tráfico de aves en la zona que decidimos poner algunos comederos del lado nuestro del muro trasero y diariamente y a diferentes horas recibíamos una multitud de aves multicolores, revoloteando alrededor y chupando néctar.
Dulce crepitar de la vida en los árboles y sus múltiples habitantes. Bellísimas tardes de verano con atardeceres azules y tornasoleados donde de pronto sobre los hilos del alambre de navaja se erguían búhos blancos de ojos impresionantemente intensos, mirándonos fijamente, para de igual manera inesperada alzar vuelo y perderse misteriosos entre las sombras que la noche comenzaba a tejer en medio de las densas arboledas del patio trasero.
Hace algunos años y luego de que se comenzara a construir un condominio a un costado del nuestro, una tarde nos visitaron los ladrones quienes conscientes de nuestra ausencia de la vivienda levantaron una escalera en el muro trasero, cortaron con sorprendente precisión el alambra navaja y se introdujeron, asustando a Lucky nuestro perro de raza Sheltie a pedradas, quien se refugió bajo una cama mientras ellos nos desvalijaban. Sin saberlo esos cabrones se llevaron mi colección más preciada de CDs, Videos, Video Cámara. Llegamos a tiempo y los agarramos huyendo, muchas cosas las dejaron tiradas en el camino. Pero ya el daño estaba hecho. Recuerdo haber entonces visitado el patio trasero para recoger algunas de nuestras pertenencias que los ladrones dejaron abandonadas durante su fuga.
Al día siguiente reforzamos toda la parte trasera de la vivienda empleando medidas más estrictas y electrificamos completamente el área.
Estas acciones adoptadas calmaron a ese tipo de visitantes pero nunca interrumpieron la asombrosa vida bucólica que se respiraba en nuestro patio trasero, donde cada verano, alrededor de finales de febrero gozábamos –incluso este 2012- de las visitas de legiones de pericos, los cuales por la tarde venían a dormir a nuestro patio trasero y a levantarse temprano en la mañana para partir en sus vuelos cotidianos de alimentación, crianza y reproducción, no sin antes llamar la atención en medio de su bulliciosos y caóticos cánticos de dulces estridencias.
Hermosos pecho-amarillos, colibríes, “ordinarios” comemaíz y de vez en cuando también los agoreros zanates formaban parte de la crepitante vida de nuestro patio trasero, que por casi 11 años hizo las delicias de nuestra vida en San Pablo. Minimizando incluso la escena vivida con los ladrones.
Hace dos meses la escena cambió radicalmente. Una mañana mientras desayunábamos sentimos que la tierra temblaba un poco y un sonido entre metálico y estertóreo, de manera continuada se encaramaba por el muro trasero y llegaba hasta nuestro desayunador. Mi mujer y yo hicimos silencio, nos miramos de manera cómplice e inmediatamente desconectamos la electrificación del perímetro trasero, pegamos la escalera al muro y nos encaramamos a mirar hacia el otro lado.
Lo que vimos nos paró el corazón, un sentimiento de indignación y tristeza nos invadió de manera incontrolable. Lo que tanto habíamos sospechado ya era una realidad y nuestra selva perimetral controlada había sido invadida por dos Back Hoes y una cuadrilla de trabajadores quienes con sierras en mano venían detrás de la maquinaria botando los árboles y despejando el terreno, en la primera obra de trabajo urbanizacional conocida como Limpieza de la Capa Vegetal.
Conforme se fueron acercando a nuestro perímetro trasero escuchábamos el crujir de los árboles al doblarse y luego su golpe seco y rotundo al caer, para darle paso al sonido metálico de las sierras que sobre los troncos hacía su trabajo de limpieza y amputaciones. De pronto lo más triste, desde el nivel de nuestra vivienda comenzamos a mirar cómo desaparecían aquellas copas de árboles cercanas donde con frecuencia desde la sala de nuestra vivienda veíamos aves venir a descansar y pernoctar. Todo aquello, visión de tantos años: mañanas, tardes y noches, sonidos indescriptibles, comenzaron a marcharse en cosa de días.
Quizás, la mayor tristeza nos la causó el mirar una tarde regresar tantas aves a buscar su vivienda nocturna y encontrarse con aquellos fornidos y frondosos árboles en el suelo, sus ramas amputadas, su follaje destruido. Y las vimos entonces sobrevolar nuestra vivienda, ocupar masivamente los hilos del alambre navaja y pasar una noche a la intemperie, mientras al día siguiente recuperaban energías y buscaban otros sitios para vivir. Aún no nos reponemos de esa experiencia.
Así se nos murió el patio trasero; dos o tres semanas le tomó al hombre, al empresario urbanístico, limpiar aquella selva perimetral controlada y destruir aquel hábitat que tantas alegrías nos daba como parte de nuestro mundo íntimo.
Ahora que el invierno ha regresado y las lluvias de abril y mayo colman los cielos con sus densos nubarrones grises, ya el patio trasero no ofrecerá más aquel escenario exquisito donde luego de la lluvia, cuando el aguacero se convertía en un recuerdo que húmedo aún alegraba de verde esperanza la fronda trasera, el canto de las aves vespertinas en multitudinario gozo venían a anunciar la noche y la renovación del ciclo cotidiano.
Así se nos murió el patio trasero. Ahora que ya fue removida la capa vegetal, grandes vallas de carretera anuncian el nuevo desarrollo, ofrecen información de contacto y señalan el inexorable fin de esa bucólica escena.
Nuestra vida, sin ese pulmón que nos conectaba con la naturaleza de manera espontánea ahora se siente un poco más sola, bastante gris, como los cielos de lluvia que dominan el mes de mayo, sin un verde de fronda alrededor al cual asirse en señal de esperanza.