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Prosa sanitaria

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La habitación se puso fría y oscura, la luz parecía alejarse a través de la ventana donde cada vez aparecían más las sombras, escabulléndose entre las cortinas y deambulando alrededor del escritorio, ocultando de improviso el título de los libros, los mismos que hace algunas horas en el mismo lugar brillaban...

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La habitación se puso fría y oscura, la luz parecía alejarse a través de la ventana donde cada vez aparecían más las sombras, escabulléndose entre las cortinas y deambulando alrededor del escritorio, ocultando de improviso el título de los libros, los mismos que hace algunas horas en el mismo lugar brillaban, como si pidieran a gritos ser abiertos y leídos. Ahora se recogían tímidos y desaparecían sus contornos, sus palabras mayúsculas, sus titulares, para convertirse en bultos amorfos de diferentes tamaños, apilándose en distintos espacios del amplio escritorio y en otras áreas de aquella estancia que había sido mi oficina desde que me pasé a vivir a este residencial hace ya cosa de 5 años.

Hasta la música sonaba oscura, cargada de sombras inesperadas, de pausas que no había escuchado anteriormente, coros lejanos que no me decían nada, solo un murmullo y un sentimiento de reacción espontánea, de rechazo frente aquel proceso de sumisión involuntaria en medio del cual me encontraba, asediado por la tarde, rodeado de crecientes sombras, de silencios que siempre estuvieron a mi lado pero que ahora se hacían notorios y perceptibles, como gritos estrangulados en gargantas ajenas que me afectaban de alguna forma y me impedían hablar, cada vez más cubierto de sombras y abandono.

Por un instante me quedé en suspenso, sintiendo nada más, tratando de comprender en medio de qué situación me encontraba, esperando poder reaccionar y controlar aquel abandono, aquella renuncia involuntaria, aquella falta de interés, secuestrado por un entorno donde el día se había escapado.

Al otro lado de la ventana quedaba la luz ahora, nosotros solamente alcanzábamos a consumir sombras, estelas grises que se acoplaban a la habitación y la dominaban anulándome frente a mis propios ojos. Fragmentos de mi cuerpo se volvían borrosos y me reescribía, de alguna forma me sentía completo, pero a la vez me percibía mutilado. Era como estar en un espacio recortado, donde al marcharse la luz se diluía el espacio y entonces quedábamos suspendidos en la nada. Yo convertido en una conciencia investida de un cuerpo completo, aunque oculto.

Decidimos en aquel momento hacer algo. Fue cuando nos pusimos de pie y salimos a caminar la tarde, a refugiarnos en los parques, como animales vespertinos aún sedientos de luz, insatisfechos con la dosis que habíamos bebido durante la mañana y buena parte de la tarde, eufóricos de haber logrado abandonar aquella estancia donde seguramente todo serían sombras ahora, a la espera de que el interruptor girara y provocara un incendio de luz artificial capaz de recuperar aquellos contornos que eran ahora poseídos por las sombras impostergables que con el cambio de estación y la llegada del invierno polar se introducían más temprano en las estancias, apropiándose de todo. Descubríamos entonces que por eso amábamos al día, porque sabíamos que era una ilusión efímera que se repetía eternamente para recordarnos que pertenecíamos a las sombras, que únicamente conscientes de las tinieblas éramos capaces de amar verdaderamente la luz.

El pájaro delfín cantaba en la rama más alta del parque, llamando a la bandada a preparar el nido, pronto ellos también en su elevada lejanía estarían sometidos a las sombras, dominados por las tinieblas que ni siquiera les permitirían recordar su canto tan singular y característico. Esa era la razón por la cual el pájaro delfín dejaba de cantar con el último rayo de luz sobre la tarde, las tinieblas les hacía olvidar su trino magnífico.

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