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A propósito de un nombre

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A veinte meses de haberse desatado la pandemia y con estos esporádicos episodios de apertura que permitían las autoridades, espoliados por la presión de la empresa privada...

Yizlein Guilarte decía el gafete que llevaba colgado al cuello y que la correa que lo sostenía desplegaba al nivel de su abdomen, completamente legible para quienes curiosos nos acercábamos a la caja y en la operación de pago queríamos actuar con cordialidad, llamándola cortésmente por su nombre. A diferencia de la gran mayoría de personas, luego de más de 20 meses de pandemia, que habían aceptado llevar la mascarilla indefinidamente y en consecuencia las habían personalizado, mediante telas coloridas, otras con telas de un tono grave y oscuro, pero con algún motivo que los distinguiera, Yizlein la llevaba del tipo clínico desechable, hechas de ese material tipo papel procesado confeccionadas con doble y hasta triple capa para mayor protección cuando se intercambiaban palabras con los demás o se respiraban atmósferas posiblemente contaminadas. Mi urólogo por ejemplo llevaba una de tela que desplegaba la paleta de colores y el distintivo de la Liga de la Justicia. Me reí en silencio en una visita reciente que le hice, porque en mi criterio no coincidía aquel despliegue facial con la investidura del especialista, usualmente amable pero frío y distante a la vez. Es un buen urólogo, pero no lo considero un superhéroe. Aunque quizás él si se tomara en serio los epítetos que la población le entregaba a la comunidad sanitaria del país, en agradecimiento por su labor infatigable y perseverante en los nosocomios, con jornadas dobles, horas reducidas de descanso y amplia exposición al contagio.

A veinte meses de haberse desatado la pandemia y con estos esporádicos episodios de apertura que permitían las autoridades, espoliados por la presión de la empresa privada, el desempleo creciente y los buenos datos estadísticos que iba arrojando la tarea sanitaria para el control del contagio, así como la normalización de las casos graves hospitalizados, la vida social -el comercio incluido- se iba reanudando siempre con cautela y responsabilidad, pues un comercio que irrespetara los protocolos sanitarios se arriesgaba a ser clausurado, lo mismo que un cliente irrespetuoso o negacionista que incumpliera lo que le correspondía, se arriesgaba a no ser aceptado en el comercio. En algunos comercios el sistema de control de ingreso había mejorado, era más rápido e impersonal, pues ya no había que hacer fila para lavarse las manos y luego llegar hasta la entrada para recibir un aparato con lector láser en el cuello encargado de leer la temperatura corporal, bajo la responsabilidad de un empleado del establecimiento. Ahora se instalaban unas torretas de un metro y medio de altura aproximadamente desde el suelo, donde las personas introducían su mano para recibir una pequeña ración de alcohol en gel para frotarse las manos mientras la temperatura era leída en ese instante por el mismo aparato que al retirar la mano decía en un tono robótico: “temperatura normal”.  A un costado de la entrada un funcionario del supermercado fiscalizaba la operación en silencio, asegurándose que todos los que ingresaban llevaran mascarilla y cumplieran con aquel requisito previo de ingreso, mientras en su mano sostenía un contador que le permitía adicionalmente llevar un control del número de personas que ingresaban y, de esa manera, mantener el establecimiento dentro de los aforos permitidos.

Al acercarme a la caja, lo primero que me encontré de frente fue ese gafete con aquel nombre y entonces le dije: “Yizlein Guilarte, qué interesante su nombre, es la primera vez que lo escucho.” Ella me sonrió con la mirada e inmediatamente me respondió: “Eso me han dicho, pero en realidad es muy común.” Ya para entonces sabía yo que aquella muchacha no era costarricense sino venezolana, pues su acento era inconfundible. Así que respondí inmediatamente: “Ah, venezolana, con razón no me sonaban ni su nombre, ni su apellido”, a lo que ella respondió siempre en tono amable: “sí señor, soy de Venezuela”. No dije más y terminé de vaciar la canasta sobre la bandeja de pago. Los productos comenzaron a rodar hasta sus manos que no llevaban guantes y, antes de comenzar la lectura de los códigos de barra me preguntó: “¿Factura regular o electrónica?”  “Corriente”, respondí en buen costarricense, evitando usar el término “regular”. Terminamos la tarea en silencio, yo al otro extremo de la bandeja, cargando en mi bolsa los productos ya registrados en el sistema. Al retirarme, luego de un gracias y una sonrisa recíproca con la mirada, me fui pensando que esa chica Yizlein no estaba en Costa Rica, trabajando de cajera en un supermercado a consecuencia de la pandemia, sino seguramente ella y su familia habían abandonado Venezuela buscando una mejor vida, ante la crisis venezolana generada por el control político y militar del chavismo, el cual desafiaba a Washington abiertamente y éste le echaba encima toda su poderosa maquinaria de odio, repudio, rencor y persecución internacional bloqueando a la nación venezolana su posibilidad de crecimiento comercial para con ella volcar a la población contra su propio gobierno y responsabilizarlo de la miseria en que se había convertido su cotidianeidad y su futuro incierto. Pienso que es muy probable esta situación, pues no creo que haya crecido en Costa Rica, sino que vino al país en el flujo migratorio que desató la crisis Chavista.

En mis perímetros, lo más cercano que había estado de aquel apellido Guilarte era a través de la familia Guilá, quienes tenían una tienda distribuidora de artículos e insumos para las artes plásticas y la arquitectura llamada comercialmente Arte Guilá, ubicada en los alrededores de la Universidad Nacional. O sea, el nombre que había conocido previamente como un identificador comercial se presentaba ahora de manera inversa en esta muchacha. Quizás el origen fuera el mismo, pero en Costa Rica se asentaron primero los Guilá -no tengo claro su origen, aunque creo que es catalán con un ascendiente germánico, donde Guilá y Guillá parecen compartir el mismo origen o raíz. Personalmente, hasta ahora escuchaba la existencia de un apellido Guila-rte.  Lo interesante es que a raíz de esta curiosidad, me fui a asomar a los manuales de historia para descubrir que Guilarte es más bien de origen vasco y que en Venezuela los Guilarte ocupan el primer lugar en el mundo, incluso hoy más que en España, pues es en esta nación sudamericana donde es posible encontrar más personas reunidas bajo este apellido -en el 2010 se contabilizaban cerca de 9 mil personas venezolanas bajo el apellido Guilarte, mientras que el número identificado en España era menor, incluso Estados Unidos y Cuba superan en cantidad a la península Ibérica-. De manera que entre Guilá y Guilarte no hay ninguna coincidencia, ni relación genealógica alguna, salvo la simpática coincidencia de que se invierten dos componentes como Arte Guilá –una coincidencia, un caso único- que se relaciona sonoramente con el apellido Guilarte. Solo eso, una coincidencia visual y sonora entre un nombre inusual en nuestro medio y una activación en los recuerdos, que me llevó a establecer asociaciones caprichosas en mi mente, mientras construía uno de los muchos escenarios que la pandemia nos había puesto a atravesar cotidianamente, como es la visita al supermercado, y las estrategias reflexivas y asociativas que adoptamos, para evitar enloquecer.

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