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La entrevista

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Un relato inédito de Víctor Hugo Fernández

1

Mi editor me solicitó entrevistar a un escritor que recientemente había obtenido un premio regional en el género de poesía. La idea era darle la primera plana del suplemento cultural dominical de nuestro diario, acompañarlo con un par de fotografías y de ser posible insertar dos o tres poemas contenidos en la obra galardonada, que fueran personalmente seleccionados por el propio escritor.

No soy experto en temas culturales y poesía mucho menos, estoy cagado del susto, pues no quiero parecer ingenuo o naive ante el escritor; tampoco deseo hacer el ridículo ante mi editor. Imagino la vergüenza que me daría el que me publiquen un trabajo y ser el hazmerreír de colegas y lectores, en especial en momentos en que me inicio en esta profesión y deseo hacer carrera.

Tengo casi un año de haber ingresado a trabajar en el diario y aún no cuento con una sección determinada a mi cargo. He pasado rebotando de una sección a otra, según sea la necesidad de sustitución por motivos de salud o vacaciones de los colegas.

Soy un puto comodín, me acomodan donde haya una grieta que urge rellenar temporalmente. No tengo fuentes propias, una condición indispensable en todo periodista profesional, según las enseñanzas universitarias, donde se nos indica que un comunicador debe poder dedicarse a una fuente específica y disponer como herramientas fundamentales de fuentes primarias y secundarias, capaces de proveerle de manera confiable el material fundamental que le permita elaborar sus informaciones y respaldarlas adecuadamente.

Como no tengo un tema específico asignado de manera permanente o al menos con una temporalidad aceptable, me la paso haciendo de tripas corazón, consultando a colegas del medio sobre las fuentes correctas a las que debo recurrir cada vez que cubro un tema o se me asigna una misión específica.

Es muy incómodo. Los colegas me miran con cierto desprecio, no me consideran serio pues carezco de fuentes propias y vivo de las que ellos me sugieren o de las propias que me dejan utilizar, hasta me dan consejos sobre la forma en que debo acercarme a una fuente u otra, explicándome sobre su temperamento e intenciones.

Con el tiempo del que uno dispone en un medio periodístico, a veces tan inmediato, resulta que, en medio de la jornada de cierre, se cayó una nota por falta de verificación o confirmación de las fuentes y hay que correr para rellenar ese espacio con algo diferente, entonces cuando uno atiende el llamado, hay que correr y hacer sonar las sirenas de emergencia a lo largo de la avenida que se recorre para apagar aquel incendio. Hay muchos ojos sobre nuestras espaldas y no puedo menos que aceptar las bondades de los colegas que me sugieren esta o aquella fuente para armar la información o corroborarla.

En la carrera hay que ser cuidadoso de no saltarse un alto o meterse en un callejón sin salida del cual tome tiempo salir airoso y enrumbar la noticia de manera correcta. Es momento del cierre, el editor grita constantemente pidiendo le pasen la nota y uno se encuentra callado, tenso, preocupado, con el teléfono sostenido sobre el hombro con la barbilla y las dos manos sobre el teclado escribiendo, tomando notas, armando la historia en directo, escuchando con aterrada humildad los madrazos del editor pendejo que está urgido de que le pasen la información pendiente, para cerrar, irse a la cantina a tomar licor con sus amigos y burlarse de aquellos empleados como yo, que temblamos ante su voz tonante mientras sentimos sobre la espalda los ojos observantes de los demás colegas de la redacción, deleitándose con aquella masacre de la que somos víctimas.

A pesar de todo eso, me gusta lo que hago. El periodismo es un oficio desafiante, aprendí mucho durante los años que asistí a la universidad, pero debo reconocer que no se compara con nada si consideramos el aprendizaje dinámico y vertiginoso que se adquiere en una sala de redacción. Desde las historias escritas bajo la presión del editor, que impacientemente las exige, hasta los trucos que ejecutan los colegas cuando trabajan, la forma en que inventan información y se apoyan en sus fuentes que solicitaron no ser identificadas, un truco frecuente cuando la presión es mucha y hay que pasar la nota para edición primero, luego revisión de estilo, para finalmente ser enviadas al departamento de diseño y diagramación, ya ahí la nota ha coronado, el redactor se siente liberado y su historia ya está en la antesala del ojo de vidrio, el quemado de planchas y la rotativa final que la inserta de manera indeleble sobre el papel en blanco. Para llegar hasta ahí y callar al odioso editor en su papel dictatorial, los colegas tienen sus trucos, sus cartas bajo la manga, sus fuentes secretas, como la famosa “garganta profunda” o “la voz”, formas de caracterización de fuentes primarias, fidedignas, a las que hay que protegerles su identidad, fuentes a veces inexistentes, salvo en la imaginación del redactor, quien profundo conocedor de sus temas se atreve a inventarse proveedores de información que no son tales, salvo su imaginación.

Nada es más gratificante que revisar el diario a la mañana siguiente y ver tu historia impresa, algo que se incrementa cuando además el editor de cierre de la edición consideró que la nota tenía suficientes atributos como para merecer una llamada al lector desde la primera plana. Entonces allí ya el escenario es otro y uno siente que está en las grandes ligas y, aunque de bateador emergente, ha logrado conectar un hit al jardín central que se le escapó al guante del adversario y se corre con audacia hacia la base o incluso hacia el plato del home para anotar una carrera.

Algo que nos sube la autoestima es el ingreso durante la mañana siguiente a la sala de redacción del diario y toparse con los comentarios y felicitaciones de los colegas ante una historia bien construida y adecuadamente editada. Eso no tiene precio, es cuando la labor del periodista se siente retribuida y sus carreras, humillaciones y madrazos del editor pasan a un segundo plano.

2

Vivo solo, únicamente con mi mascota, una perrita de raza beagle que heredé hace un par de años de una vecina que se marchaba del edificio de apartamentos donde alquilo un sitio pequeño, de una sola habitación, desde que inicié mis estudios universitarios.

Me encariñé con ella desde la primera vez que nos encontramos en las escaleras, yo iba hacia mi apartamento en el tercer piso y ella iba descendiendo con su ama hacia la calle, desde el segundo piso, para su caminata nocturna. Me llamó la atención que fuera tan juguetona y cariñosa. Los perros siempre me han provocado mucho respeto, pequeños o grandes. Desde muy niño les ando de largo, pues una vez me atacó uno y no sé si fue imprudencia mía de niño indiferente al peligro o la agresividad de aquel animal que se le soltó a su amo y me atacó. En una acción defensiva inconsciente me llevé la mano a la cara cuando sentí su aliento tibio y asqueroso muy cerca de mí, entonces me mordió la mano con violencia, haciéndome sangrar abundantemente y desde entonces cargo con una fea cicatriz con la que todo el mundo tiene que ver. He explicado tantas veces la forma en que la adquirí que ya no recuerdo cuántas, sin embargo, nunca olvidaré a aquel perro maldito que se me tiró encima sin contemplaciones, dispuesto a destrozarme, algo que no logró gracias a la intervención de su amo, quien lo separó de mí no sin esfuerzo, pues se quedó pegado de mi mano como si le hubieran puesto goma loca en aquel hocico asesino.

Recuerdo lo espantado que estaba cuando aquella perrita se me acercó por primera vez; me quedé paralizado, como una estatua de parque, pero ella pronto me persuadió de lo contrario e hizo que me inclinara a acariciarla. En esa ocasión, solamente me olfateaba, daba vueltas a mi alrededor agitando la cola sin ningún control, hasta que de pronto se sentó sobre sus nalgas y patas traseras, semejando un canguro, para quedarse mirándome fijamente con la lengua afuera. Su ama se me acercó sonriente al ver mi cara espantada y me dijo que no temiera: “ella es muy amigable, es una coqueta que le gusta la gente y se deja querer, muerdo más yo”, me dijo con un gesto sonriente y una mirada sospechosa que después entendí. Desde entonces nos hicimos grandes amigos, algunas veces incluso tocaba la puerta del apartamento de aquella mujer para preguntar por Luna, que así se llamaba, solicitarla para ir a caminar con ella por el vecindario y juguetear un rato en el parque.

Mi relación con Luna también me acercó a aquella mujer que estudiaba el último año de ingeniería y provenía del norte del país, de la zona conocida como la bajura, donde su padre tenía una amplia finca en la que sembraba arroz y además criaba ganado. Me explicó que su padre era un gran amante de la caza y que aquellos perros de raza beagle le eran de gran utilidad por su olfato privilegiado, que les permitía seguir con gran precisión el rastro de las presas. Cuando se vino a estudiar a la ciudad, su padre le regaló aquella cachorrita para que la acompañara y desde entonces eran inseparables.

Nuestra amistad creció como la espuma. Con rapidez asombrosa desarrollamos muchos vínculos y cuando nos dimos cuenta estábamos metidos ambos desnudos en su cama, mientras Luna nos observaba con celosa atención acariciarnos, besarnos, gemir, mientras ladraba de manera ronca y profunda en especial cuando su ama disfrutaba estar sobre mí, mientras me cabalgaba como si fuera un caballo de los que tenía en su finca, con los cuales había crecido.

Aprendí mucho del sexo con aquella mujer, también me enseñó a cocinar y a querer mucho a Luna. Para un solitario de mi estilo ‒lo he sido durante todos mis años de estudiante y creo que lo seré por mucho tiempo más, pues no tengo intenciones de vivir formalmente con una pareja‒, aprender a manejar la casa, a cocinar, a tener cierto orden y lo que es muy importante a valerse por uno mismo, es fundamental para sostener un principio de independencia, no arrojarse a los brazos de cualquier mujer en desesperación por compañía y ayuda para sacar adelante lo doméstico.

Pasamos juntos cerca de un año, en una relación amena pero sin compromisos. Yo era un desahogo para ella, así lo comprendía y aceptaba. Aprendí que el amor tiene muchas facetas y que el desprendimiento, la tolerancia y respetar el espacio ajeno son maneras muy saludables de coexistir, disfrutar el sexo y alimentar la amistad. Estudiábamos juntos, dormía en su apartamento ‒casi todos los fines de semana, que era más grande que el mío, pues el de Nandaime, que así se llamaba, tenía dos habitaciones. Ella hacía visitas cortas al mío, solo para criticar mi desorden y de vez en cuando ayudarme con la limpieza, a fin de cuentas era una mujer y como tal con un sentido del aseo y ornato mucho más desarrollado que el mío.

Cuando estaba por concluir su bachillerato en ingeniería le salió la oportunidad de ir a hacer un posgrado a Brasil, lo cual aceptó; fue cuando me preguntó si quería dejarme a Luna, “para que siempre me recuerdes”, me dijo.

De no haberla aceptado se la habría llevado de regreso a la finca de sus padres, una bella propiedad que visité varias veces con ella y donde fuimos muy felices bañándonos desnudos en el río que atravesaba aquel hermoso terreno, haciendo el amor sobre el pasto húmedo mientras Luna, que nunca se nos despegaba, nos olía el culo exaltada por nuestros cuerpos sudorosos. De visita en su casa yo dormía en otra habitación, sus padres eran muy católicos y conservadores, pero durante las noches ella se las arreglaba para venir a visitarme, tener sexo, conversar en murmullos, mirar por la ventana como aquella otra luna colgando del cielo se reflejaba gigantesca sobre el estanque, cercano de los establos donde guardaban a los caballos más selectos, aquellos que su padre y hermanos acostumbraban montar los fines de semana cuando asistían a las fiestas en los pueblos de la bajura, tendidas a lo largo en la ribera del río Tempisque, el más grande y caudaloso de la región.

Ella me presentaba como su vecino y en tono jocoso como su guardaespaldas; al padre le parecía bien que ella tuviera alguien de sexo masculino que la cuidara, aunque debo decir que era ella quien cuidaba de mí: era una mujer muy fuerte de carácter, muy impositiva, incluso en el sexo ella siempre lideraba, lo cual yo dócilmente aceptaba. Sus hermanos me miraban con sospechosa indiferencia y tengo la impresión que nunca le creyeron ni media palabra. Tampoco creo que les interesara.

De Nandaime me acuerdo siempre, pero más por el sexo que tuvimos por la lección que me dio al enseñarme a ser independiente, a querer a los perros y muy especialmente por dejarme a Luna con quien me he encariñado mucho, hasta hablo con ella en mis momentos de desesperación, cuando regreso frustrado del diario donde he sido ofendido por mis editores y objeto de burla de mis colegas, quienes me respetan muy poco debido a mi posición de patito feo, de comodín, de redactor sin un área específica de trabajo, obligado a hacer de todo sin poder profundizar en nada.

Yo le hablo, le cuento, hasta lloro de cólera y frustración frente a ella, quien siempre me escucha con atención, me mira con ternura, para luego sentarse sobre sus nalgas y patas traseras, sacar la lengua y hacerme sentir comprendido, amado, tolerado, aunque nunca me diga nada. Ella es mi compañera, quien siempre pienso me comprende aunque no me responda porque ha hecho un voto de silencio. Malditos editores, alguna vez habré de dejarlos callados y hacerlos respetarme.

3

De cultura conozco muy poco, de hecho el suplemento cultural dominical es el que menos leo de todo el diario, aunque alguna vez he publicado ahí alguna nota informativa sobre una muestra plástica o algún espectáculo escénico. Se trata de historias sencillas, muy descriptivas, que incluyen los componentes de una noticia sobre un evento: qué, cuándo, dónde, algo que generalmente uno complementa con algunas consultas a expertos en aquella área sobre la carrera del artista o del grupo, la importancia de la muestra u obra a representar. Nada complejo, se puede armar rápidamente y los márgenes del error son bastante controlados. El que me hayan solicitado una entrevista y con un autor recientemente galardonado es para mí un indicador de que mis editores confían en mi trabajo y desean darme mayores responsabilidades.

Una entrevista no es sencilla. Hay que ser muy puntual y concreto, saber preguntar y poder conducir a tu entrevistado por un sendero que sea controlable, dándole espacio para hablar, emocionándolo, estimulándolo para que se suelte y adquiera un tono confesional. Una buena entrevista es en el fondo una confesión. Uno como periodista se convierte en una especie de sacerdote que no juzga pero sabe generar la confianza suficiente, para hacer sentir cómodo al entrevistado, lo suficiente como para que se suelte y nos ofrezca respuestas sinceras, ojalá polémicas, capaces de suspender en vilo a los lectores.

Conozco bien la técnica de la entrevista, llevé durante un verano un seminario de seis semanas sobre los principios de la entrevista. Tengo algunos folletos didácticos que nos dieron en el curso, que he estudiado y revisado, pero nada hago si no tengo nada qué preguntar, si desconozco el tema. Poesía he leído muy poca y entendido mucho menos, me parece un lenguaje muy hermético, qué disparate.

Para empezar, ¿cómo describo a un poeta? Me puede pasar un escritor al lado y les juro que no soy capaz de distinguirlo, puede que hasta lo confunda con un verdulero, un maestro de escuela o un oficinista. Son tan normales y promedio en su apariencia, que pasan inadvertidos y ellos además, en su retraída actitud, ayudan a que se les ignore completamente. Los lectores de su obra en una sociedad como la nuestra son muy pocos, aunque siendo la cultura un plus social que debe ponderarse, la prensa les da importancia y no les niega su espacio, so pena de ser objeto de crítica y censura por su marcado mercantilismo, algo que a la prensa como órgano formador de opinión no le conviene recibir como etiqueta.

Muy diferente a lo que ocurre con un músico de rock o un futbolista, por ejemplo, quienes poseen una personalidad extrovertida, visten de manera extravagante y notoria. Muchos llevan una vida escandalosa, son figuras públicas a quienes se reconocen donde vayan, ya sea un aeropuerto, un bar, el estadio o el supermercado. Sus vidas son noticia, interesa con quién conviven, con quiénes se acuestan, hay una masificación de ellos en nuestro tiempo, de la que no gozan los escritores. Los escritores son seres tan anónimos que se vuelven imperceptibles.

4

El escritor que me corresponde entrevistar no lo conozco personalmente, tampoco conozco su obra. Sé, por lo que he podido investigar, que es un sexagenario que ya ha publicado varios libros de poesía, pero el que nos ocupa es su primer premio.

Llama la atención que mientras los músicos de rock y los futbolistas se destacan a muy temprana edad y tanto unos como los otros a muy temprana edad también se les apaga su brillo, si no se mueren por sus excesos ‒al menos en el caso de los músicos de rock‒, los escritores brillan tarde si es que lo logran y cuando lo hacen, como en este caso, le asignan la tarea de entrevistarlos a un principiante, bien entusiasmado, pero principiante a fin de cuentas, como es mi caso, quien además tienen la gran responsabilidad de hacerlo bien, so pena de quedar expuesto, ser objeto de burla y probablemente ser condenado a seguir siendo un comodín, durante el tiempo que sobrevivamos en un medio periodístico.

¿Qué le puede preguntar un periodista en formación a un poeta galardonado, que pudiera ser de interés para una sociedad que no lee? No tengo ni idea. ¿Qué puedo preguntarle que no lo irrite, que no lo considere obvio o absurdo, que pudiera interesarlo y emocionarlo?

He leído que músicos de rock se enfurecen con los medios en conferencias de prensa y destruyen todo lo que tienen a su alrededor, montan en cólera, atacan verbalmente a los periodistas y les arrojan cualquier objeto que tengan a mano. También leía recientemente que un reportero de televisión se acercó a entrevistar a una celebridad futbolística y ésta, en lugar de responderle, le arrebató el micrófono, se lo arrojó a un lago que tenía a un costado y continuó caminando como si nada. Todo es posible en este mundo mediático donde la noticia no es precisamente informar o educar sino reproducir la realidad tal cual se percibe. La noticia en este caso resultó ser la intolerancia del deportista y el abuso contra el periodista que, en su impotencia, no pudo hacer nada más que ver cómo se alejaba su fuente sin ofrecerle declaraciones, luego de haberlo humillado en público.

Yo, a ese deportista hijo de puta, le habría echado un maleficio, habría contratado a alguien con suficiente astucia para que se brincara su seguridad y le hiciera algo que fuera a lamentar, porque no es justo que a los periodistas nos abusen no solo los editores, sino eventualmente también nuestras fuentes noticiosas, eso no lo soporto y no creo que llegue a hacerlo conforme avance en esta profesión.

Pero volviendo a mi tarea, los días pasan y no logro armar un cuestionario. Me he leído dos de sus libros publicados, así como algunos de los poemas pertenecientes al libro galardonado, titulado Desiertos de asfalto, que me parece que es un canto a la soledad del hombre en medio de las urbes sobrepobladas, a la esterilidad afectiva que coexiste entre los seres humanos en medio del diario ajetreo citadino, donde la gente no se detiene para conocerse sino que se ignora y se agrede. Pero no estoy seguro. Es un terreno muy complicado, profundo y me da miedo equivocarme. Qué ambigua y poco aprehensiva que es la poesía. ¿De qué se le habla a un poeta que pudiera ser de interés general? Qué desastre. ¿Debe uno ser tan disparatado y ambiguo ante el escritor como lo son sus textos a veces frente a los lectores?

Con tantas profesiones y oficios que existen en la sociedad moderna, ¿a quién se le ocurre escoger el oficio de poeta? ¿Es que acaso uno escoge a la poesía, o la poesía lo escoge a uno? De ser lo segundo, ¿tenemos algún antídoto, existe alguna cura al respecto? ¿La poesía es un oficio o una forma de vida? ¿De qué viven los poetas?

Bueno, ya se hizo de noche. Ha llovido toda la tarde, a través de la ventana de mi apartamento podía mirar la furiosa rayería que se desgranaba en la distancia sobre las montañas de Heredia. Eran fogonazos fulminantes que reventaban en la distancia, como pensamientos sueltos en una inmensa oscuridad cerebral como la que cargaba en aquel momento en mi cabeza, momentos de luz que pronto se disolvían en la penumbra nubosa y gris que la lluvia lavaba con frenético abandono.

Hoy no fui a trabajar, pedí el día para dedicarme a estudiar poesía y la obra de este poeta que me han solicitado entrevistar y por más que lo intento, no se me ocurre nada. Si estuviera Nandaime en su apartamento descendería hasta ella a comentar mi desesperación y preocupación, pero hace tiempo que se marchó y aunque nos escribimos correos y comunicamos por Skype nuestra amistad se ha enfriado mucho. Estoy seguro de que entre los estudios y su seductora dominancia, ya debe de haber encontrado un compañero de cama que le ayude a pasar los días en tierras cariocas. Está bien, cuando se marchó no quedamos en nada y eso precisamente fue lo más claro que nos dijimos mientras nos despedíamos en la puerta del edificio, porque se rehusó a que la acompañara al aeropuerto.

Solo me queda Luna, quien ha estado junto a mí toda la tarde, durmiendo, indiferente a mi angustia y ansiedad. Ahora que ha dejado de llover momentáneamente, voy a aprovechar para ir a caminar con ella por el vecindario, detenerme en el parque y observarla jugar entre las plantas, mientras huele detenidamente todas las flores y recovecos, buscando rastros quizás de una poesía que no alcanzamos a divisar.

¿Ya se me ocurrirá algo? Estoy seguro de que como Luna también tengo olfato y ese cuestionario que necesito está conmigo, solamente que no me he dado cuenta.

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