Todo retazo de historia comienza en primera persona y generalmente concluye allí.
Bienvenidos a esta esquina del universo donde coincidimos frente a la palabra y sus múltiples redes.
No es literatura, tampoco periodismo, es simplemente escritura y recreación a través de la lectura, el milagro inagotable de la multiplicación de los panes.
Victor Hugo Fernández Umaña
SAN JOSÉ, COSTA RICA
DIRECTOR Y PRODUCTOR, POESÍA DE COSTA RICA
CORREO ELECTRÓNICO: VFERNAN@WORLD.CO.CR
Poeta, narrador y ensayista. Posee una Licenciatura en Filología Española por la Universidad Nacional de Costa Rica y una Maestría en Literatura Comparada por la universidad del estado Pennsylvania, Estados Unidos. Ha ejercido el periodismo cultural y la crítica de danza en medios nacionales y cooperado con revistas internacionales. Miembro fundador del grupo Literario Sin Nombre, que reunió a otros poetas y artistas de su generación en torno al movimiento de promoción del arte en espacios urbanos, con excelentes resultados de público y crítica. Entre 1989 y 1996 fue director del Suplemento Cultural Ancora, que publica el diario La Nación y desde allí desarrolló una amplia labor en beneficio de la cultura, logrando la consolidación y el realce de los premios Bienales Ancora de la cultura, que se entregaron en diferentes géneros y prácticas artísticas y científicas, destacando la obra de comunidad creadora e investigativa nacional.
En novela ha publicado Los círculos del cuerpo (REI, 1992), En Poesía ha publicado Calicantos (Mesén editores, 1982), Las siete partes en que antiguamente se dividía la noche (EUCR, 1991), Escala en Santa Rosa y otros trenes (BBB, 2014), Genealogía de mi sombra (WG, 2016), Canciones para un Minotauro (WG, 2018), No todas las naranjas cantan igual (WG, 2019), Cuando seamos ausencia (WG, 2021), La vida que no estaba, (WG, 2022), Clarividencia/Second Sight, (WG, 2023). Su obra ensayística es amplia. Es director fundador del proyecto Poesía de Costa Rica, por medio del enlace: www.poesiadecostarica.com
Amores fugaces
Relato de Víctor Hugo Fernández, perteneciente al libro inédito “Crónicas del reloj de arena”, de próxima circulación bajo el sello WG editores
No te mueras en Palermo: entre hallazgos y conjeturas
Autor mesurado, contenido, Melvyn Aguilar (San José, Costa Rica 1966) a lo largo de su activa carrera literaria como tallerista de escritura, mentor, productor audiovisual, artista gráfico y diseñador de libros. ha publicado selectivamente 4 libros con el que nos ocupa: Territorios Habituales (Arboleda,2006) y Xarxa D´Aranya (Ed. Espiral, 2012), Mayday (Ed.Espiral, 2014), anteceden a No te mueras en Palermo (WG, 2024), libro que comentaremos brevemente
Margherita
Un relato inédito perteneciente al libro “Crónicas del reloj de arena” Nunca imaginó que aquel tatuaje que se hicieran juntos en el día de su boda, le serviría para identificar a su pareja, o lo quedaba de su cuerpo cuando finalmente lo encontraron. En la bitácora del necrosario, sus restaban descansaban reunidos temporalmente en una bolsa para ser enviados inmediatamente a una fosa común, en compañía del resto de cadáveres no identificados. Era política que los cadáveres completos o los cuerpos mutilados no reclamados, luego de una muerte violenta, se dejaban únicamente cinco días en las bateas del gran refrigerador que constituía la sala de cuerpos de la morgue judicial. Luego eran retirados del lugar y sus expedientes archivados como no reclamados, donde además de los datos básicos obtenidos del registro nacional, cuando eran identificados, se adjuntaban detalladas fotografías de la autopsia, incluyendo torsos abiertos, como compuertas de barcos cargueros vacíos en su interior. A un costado del esqueleto, se apilaban los intestinos y otros órganos internos babosos y amorfos, que transformaban al ser humano en un monstruo repulsivo cuando era desarticulado y la armonía de su universo existencial se reducía a órganos sueltos, compuestos de células y tejidos, en proceso de descomposición. Algunos cadáveres eran despellejados completamente y variadas muestras eran previamente tomadas a su descarte, para análisis posteriores. Obligatoriedades insertas en los manuales judiciales sobre los procedimientos en las autopsias. Una vez terminados los exámenes, no había interés en reconstruir aquellos cadáveres que no serían reclamados, de modo que terminaban en grandes bolsas de desecho conteniendo la estructura ósea, piel y órganos, todo revuelto y confundido con aquel olor a sangre y mierda que se desprendía de aquellos organismos intervenidos y completamente desarticulados, la antesala de la putrefacción. La fetidez podría alcanzar escalas insoportables, tanto que los responsables de las autopsias debían meterse densos tacos de algodón en ambas cavidades de la nariz y respirar por la boca, con tal de evitar que aquellos olores les provocaran náuseas, mareos y en ocasiones pérdida del conocimiento. El cuerpo en estos casos perdía la posibilidad de hacer la transición al otro mundo de manera completa, individuos cuyas muertes violentas les habían hecho perder su condición humana, almas errantes que se separaban del cuerpo, pero no lograban acceder al más allá y se quedaban penando entre los seres vivos, incapaces de ser percibidas. Existe la creencia de que un cuerpo desmembrado de esa manera pierde su condición humana, volviéndose un deshecho y bien es sabido que ningún deshecho posee alma. Las almas que alguna vez habitaron aquellos cuerpos quedan libres pero desorientadas, extraviadas en un limbo oscuro e indefinido en el cual vagarían por los siglos de los siglos. Se conocieron en una pizzería y en una pizzería -la misma en que se enamoraron- se casaron. Aquel era su negocio ante la comunidad, bajo el cual se escudaba su principal operación comercial que era la de fungir como almacenador temporal de droga en tránsito. Su tarea no era la distribución local, esa era una línea muy peligrosa del negocio, siempre expuesta al robo por parte de los mismos adictos desesperados o bien sometido a la requisa de los judiciales que caían sorpresivamente con orden en mano para revolcar todo y descubrir las guaridas de la droga destinada para el comercio al menudeo. Esas eran formas del negocio muy expuestas y no le interesaban, por peligrosas y además por la poca utilidad que generaban. Lo suyo era recibir grandes cargamentos y enfriarlos durante algunos días, mientras seguían su curso vía marítima, o por tierra hasta el Valle Central. Tan pronto como entregaba un cargamento, terminaba su trabajo, la droga pasaba a manos de terceros que se encargaban de los pasos siguientes. Generalmente no demoraban más de tres a cinco días en sus escondites, la paga era inmediata y en efectivo, como era toda transacción del narcotráfico. Le habían ofrecido pagarle con droga, pero no estaba interesado. Todo esto lo supo tiempo después, cuando ya era muy tarde. Ella se acercó a la pizzería atraída por los rumores acerca de la buena calidad que ofrecía el establecimiento, hecha al horno, de pasta delgada pero tostada y crocante, generosa en sus ingredientes y una calidad en el queso que a su vez la dejaba esponjosa y deliciosa. Fue un romance corto. Aunque su puesto era en la cocina, como encargado directo de la preparación de aquellas ruedas de pasta y otros ingredientes, que tan buena opinión habían levantado en la comunidad, desde la primera vez que la vio llegar, él decidió atenderla personalmente. Al principio ella ordenaba varias pizzas del menú, hasta que comenzó a ordenar casi que únicamente la llamada Pizza Margarita, no solo porque ese era su nombre sino porque aquella pizza era una verdadera delicia. Considerada la más simple de las pizzas estilo italiano compuesta de harina de trigo, sal, agua y levadura, cubierta con salsa de tomate y queso, la forma en que se fundían el tomate y el queso en aquella versión la sedujeron completamente. Por su parte, al verla llegar, él ni se preocupaba por recibir la comanda desde el salón, lo tenía claro y entonces le preparaba la versión personal de aquella pizza, cuidadosamente cortada en cuatro humeantes rebanadas, para luego sentarse frente a ella y observarla comer en silencio, mientras reía de satisfacción. Al principio, ella llegaba algunas veces acompañada por sus amigas, pero conforme avanzaron en el coqueteo y la seducción, continuó llegando sola y siempre buscaba sentarse en el mismo lugar, desde el cual tenía una buena vista de la cocina donde aquel pizzero hacía su trabajo. Al poco tiempo se fueron a vivir juntos y unas semanas después, en una sencilla ceremonia en la pizzería los casó un abogado amigo de él, cliente del restaurante, o eso parecía porque llegaba a ese lugar todas las semanas acompañado de sus clientes para almorzar o cenar. Ordenaban una pizza familiar cortada en 12 porciones y, generalmente, se tomaban hasta dos botellas de vino. Entre
Julia
Los nombres, la soledad y la imaginación, una aventura en torno a las sombras de la memoria La mitad de lo que digo no tiene sentido,pero lo digo sólo para poder alcanzarte Me dijo que su nombre era Julia. “Se llama como la madre de John Lennon”, me dije casi susurrando. Inmediatamente vino a mi mente la nostálgica canción que el fallecido ídolo británico dedicara a su madre asumo que, en un momento de nostalgia, de amor profundo y arrepentimiento, donde el recuerdo y el perdón que le ofrecía la memoria, le permitían acercarse con ternura hasta aquella mujer con la que había tenido una relación compleja. Julia es una balada suave y dulce, cantada con enorme cariño y nostalgia, para mi gusto -insisto- invadida de un sutil arrepentimiento. La nostalgia del adiós, el cálido lamento de la despedida, el cierre de los ciclos. Imágenes dispersas de aquella mujer legendaria, atrapada en antiguas páginas de revistas Y diarios, brotaron de los cofres de la memoria para girar en mi imaginación, mientras contemplaba a esta otra Julia, sentada frente a mis ojos, delante de aquella mesa sucia y repleta de botellas vacías. Un pequeño ramo con tres rosas de pétalos gastados, dos rojas y una blanca, descansaban a un costado de ella cumpliendo con el protocolo del cortejo como si el romance, aunque distante e impostado en aquellos escenarios de mala muerte, fuera necesario en todo momento incluso cuando solo se pensara en sexo, y en este caso, en sexo remunerado. Las mujeres de aquellos lugares difícilmente nos llamaban por nuestros nombres. Había que convertirse en un cliente realmente fijo de ellas, como para gozar de un trato preferencial cuando al dirigirse a cada uno de nosotros lo hicieran por nuestro nombre de pila, como en su momento lo hicieran nuestras madres, hermanas, amigas, esposas y también las amantes. Porque una puta no es una amante, una puta es un ave de paso, aunque la visitemos en múltiples ocasiones será siempre una aventura transitoria. Generalmente, en aquellos lugares todos los visitantes masculinos teníamos tres o cuatro nombres que aquellas mujeres rotaban a placer o, a veces con la intención de cerrar el trato, hacernos sentir especialmente atendidos y llevarnos a la habitación. En aquellos salones todos nos llamábamos: Mi amor, Corazón, Bebé o Cariño. Me gustaba que me llamaran de las cuatro formas, pues todos los que estábamos allí éramos la misma persona para ellas, el mismo macho cabrío buscando desahogarse sobre un poco de carne invadida de gemidos, no importaba si falsos o realmente sentidos. Llamarlos mediante aquellos nombres –estaba comprobado- hacía picar más rápidamente a los hombres, quienes se sentían apreciados. Un Lupanar es un lugar de paso, un sitio al que nos asomamos para olvidarnos de nosotros mismos por un instante y convertirnos en animales fornicarios que encuentran en el sexo estrictamente orgásmico la única capacidad de afirmación. Por eso, que de pronto aquella figura sombría y semidesnuda que estaba frente a nosotros, olorosa a perfume rancio, abriera sus labios enrojecidos y se dirigiera a nosotros de manera cariñosa, nos convencía de que estábamos ante la pareja perfecta para celebrar el coito y con ello cerrar el pacto de la unión de los opuestos. Los lupanares eran el ombligo del mundo, allí confluían todos los universos posibles gracias al encanto de la unión entre los opuestos. Aparte de su nombre, reitero que no encontraba ningún parecido entre la Julia materna que habitaba en los desvanes de mi memoria, que había sido capaz de dar a luz a un genial compositor, quien luego la inmortalizara en una lírica canción y aquella otra mujer de edad imprecisa que sentada frente mí decía llamarse Julia; como pudo haberme dicho Jocelyn o Alanis o Genesis. Aquellas mujeres de los lupanares desprovistas de todo brillo,como las rosas que yacían inertes sobre la mesa, podían llamarse de cualquier manera. Muchas incluso ya habían olvidado sus verdaderos nombres y adoptado otras identidades, de la misma forma que haciendo esfuerzos por lucir distintas y así disimular el rutinario desgaste de sus cuerpos, habían logrado borrarse a sí mismas, convirtiéndose en mercaderes de lujuria. Silenciosas, cautelosas, hablando poco y, generalmente,respondiendo con monosílabos. Lo que ofrecían era lo que estaba a la vista, más allá de eso no había nada más, el truco estaba completo frente a nuestros ojos; podíamos escoger el servicio básico que consistía en sexo con protección, sin besos, ni arrumacos por 30 minutos o bien el mismo paquete y un masaje relajante durante 60 minutos. Carecíamos de tema de conversación, sentados el uno frente al otro, sumidos en un silencio ritual que escasamente rompíamos con trivialidades, mientras apurábamos un trago, para luego regresar al silencio. Nos contemplábamos y nos consumíamos con la mirada, pero no nos decíamos mucho. El niño que temprano vino hasta nuestra mesa a ofrecer las tres flores que descansaban a su lado, se había arrinconado en un extremo de la barra y desde allí observaba el movimiento del salón. Seguía con la mirada a las mujeres que se ponían de pie y acomodándose sus cortos vestidos pegados al cuerpo se dirigían haciendo equilibrio con sus puntiagudos tacones aguja hacia la parte trasera del lupanar, donde quedaban las habitaciones. Ellas eran seguidas por sus clientes que cabizbajos y en silencio trataban de no llamar demasiado la atención en su ruta hacia aquellos colchones de espuma manchados de semen donde se revolcarían con sus cortesanas durante 30 0 60 minutos. Una vez que las mesas iban quedando vacías y antes de que la salonera se acercara a limpiarlas, el niño se lanzaba veloz y recogía los ramos de rosas que aquellas mujeres dejaban deliberadamente desatendidos sobre la mesa, para que él pudiera nuevamente acercarse hasta donde los clientes recién llegados comenzaban el cortejo combinado con acuerdo comercial, cortejo que precisamente comenzaba muchas veces cuando el niño hacía su entrada en la mesa y ofrecía su ramo a la mujer, quien lo tomaba en sus manos, llevándoselo delicadamente hasta su nariz para olerlo mientras suspiraba, observando al Bebé que tenía frente a ella, suplicándole con la mirada que se lo comprara. El gesto, aunque bien intencionado resultaba macabro a la vista, aquellas mujeres no eran capaces de percibir otro aroma más que el de la podredumbre
Romance en el río
Perteneciente al libro inédito de relatos y micro-relatos titulado “Crónicas del Reloj de Arena”, que circulará durante la primera mitad del 2024.
El cuarto de huéspedes
Perteneciente al libro inédito de relatos y micro-relatos titulado “Crónicas del Reloj de Arena”, que circulará durante la primera mitad del 2024.
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